La satisfaccion de ayudar


Cuando cambiamos de oficina hace ya algunos años, por obvias razones, debíamos cambiar todo. Desde el trasportarte pasando por el contabilizar el tiempo de arribo a las nuevas instalaciones lo cual en unos días quedó superado, sin ningún problema. 
De nuevo tocaba la tarea de ordenar todos los muebles de oficina y demás, lo cual realicé en el trayecto, pues también estaba el tema del trabajo. De darle prioridad a la producción y visitar clientes.

Una vez superado esto, y con el paso de los días, fui conociendo los alrededores pues debía ubicar las diversas oficinas de servicios como sucursales bancarias, teléfonos, paquetería o de gobierno en fin, todo lo necesario para poder llevar a cabo el trabajo.

Poco a poco fui conociendo al personal de los diferentes lugares a los cuales asistía y con quienes conversaba mientras realizaban mis trámites. 

Soy de esos tipos que gusta de conversar y conocer personas. 

Al decir esto y mientras escribo este blog, me siento un poco decepcionado de mí mismo en ese sentido. Con el pasar de los días, en una de esas visitas a una de las instituciones bancarias al que en esa ocasión acudí para realizar un pago de servicio; como todo usuario, tomé mi lugar en la unifila, habían alrededor de 10 personas formadas lo cual era aceptable comparado con algunos días en las que la fila suele extenderse hasta la entrada de la sucursal. 

Tomé mi lugar y como es clásico, a tomar el tiempo que los demás usuarios tardan en realizar sus trámites y seguir avanzando paso a paso.

Suelo siempre estar atento a lo que sucede a mi alrededor y de las personas en determinado lugar, por cuestión de seguridad y por precaución.

La fila avanzaba con un tiempo aceptable. 
Detrás de mí la gente seguía llegando mientras yo me aproximaba poco a poco a mi turno, delante de mí, había un muchacho de unos 20 años aproximadamente, un tipo normal  a simple vista. En eso, una de las chicas de la caja llamó al siguiente: era justamente el muchacho.
Se encaminó a paso lento y ya no presté atención, me concentré en mi llamado pues era el próximo a pasar a una de las cajas.

Todo transcurrió así, normal: como la mayoría de las cosas en el mundo, sin prestar atención a nada. 

Días después, nuevamente en la unifila pero en otra institución bancaria, como siempre suelo hacer, eché un vistazo el entorno y me dispuse a esperar mi turno. El muchacho nuevamente delante de mí separados por 2 personas, eso me dio la oportunidad de contemplar su rutina: no porque me fuera sospechoso sino que anteriormente había detectado algo inusual en su visita a una de las oficinas bancarias a la que yo había asistido. Mantuve mi atención centrada en él sin mostrarme tan evidente, llegó el momento: su turno, al oír el llamado nuevamente se encaminó lentamente y entonces noté que se le dificultaba el caminar, llegó a la ventanilla y le mostró al encargado de la caja una bolsa de dulces, yo mantenía mi atención en mi proximidad a mi turno y en lo que ahí ocurría: en eso, el muchacho recibió unas monedas y se retiró.

Llegó mi turno y todo pasó de nueva cuenta.

Desde que era niño de alguna manera desarrollé ese sentido de grabarme el rostro de algunas personas aunque no tuviera ninguna relación o contacto amistoso.
Tras pasar unos días, de nueva cuenta coincidimos en la misma oficina bancaria y ésta vez me tocó formarme justo detrás de él. 

Puse atención. 

Muy sereno y tranquilo mantenía su lugar. De repente balbuceaba mientras volteaba a ver su bolsa de dulces. Por suerte ese día no había mucha gente y la espera fue muy corta. 

Llegó su turno y fue llamado: otra vez se trasladó a paso lento con la bolsa en la mano, en ese momento también fui llamado a una de las ventanillas que era atendida por una chica con quien ya entablaba una conversación en cada visita, ese día debía hacer varios pagos lo que me dio tiempo para conversar con ella. No perdí la oportunidad de preguntarle sobre ese personaje. 

Me contó que aquel inocente muchacho, únicamente se formaba para poder pasar a las ventanillas a venderles paletas o dulces. pensé que era una locura pero un día me lo encontré en la calle acompañado de otra persona, y entonces descubrí que padecía de un problema motriz, tenía parte del cuerpo con un porcentaje de parálisis que le impedía caminar bien. 

Tenía una de sus manos también limitada en movimiento. 

Se le dificultaba el habla, se le comprende pero no lo hace de manera fluida como una persona normal por llamarlo de alguna forma: fue entonces que entendí su rutina. Vende dulces en la calle, se interna en las oficinas como en los bancos para ampliar su capacidad de venta: imagino que de esa forma subsiste mientras yo sin imaginar su estado estúpidamente pensé que era una locura sus rutinas en las sucursales bancarias de la colonia, sólo para ofrecer sus dulces. Me arrepentí de ello y de alguna forma quería limpiar mi conciencia. 

No lo volví a ver después de esa vez.


Hoy me lo encontré de frente, como siempre; con una bolsita de plástico en la mano. Me saludó y no dejé pasar la oportunidad:

 -Cómo estás. Le pregunté

 Extrañado volteo a mirarme y dijo: -¡Bien!-

 -Qué vendes hoy. le pregunté.

 -Chicharroncitos. Contestó.

 -¿Me conoces? dijo.

 -¡Te he visto por aquí amigo! Contesté

 -¡Ah, Sí. Vendo por esta zona! Me decía.

Conversando le pedí me vendiera una bolsita.

-Son 2 bolsas por $5.00¡- afirmó.

 -¡Bien. Dame 2 bolsitas. le indiqué.

Mientras extraía los sobres del producto de la gran bolsa de plástico, busqué en mis bolsillos, una moneda de $5.00 o alguna de $10.00 para comprar un par de bolsitas de chicharrones con el afán de ayudarle aprovechando la oportunidad. 
Sólo contaba con monedas de $1.00 y $0.50. De mi cartera extraje un billete de $20.00 y se lo entregué a cambio del par de bolsas, se lo entregué preguntando si tenía cambio, a lo que respondió un tanto apenado:  

-¡No. No tengo, caray!

No lo dudé y mi respuesta fue

 -No te preocupes, déjalo así.

-¿En serio?- interrogó.

-¡Está bien amigo!- le dije.

Me entregó mi par de bolsas. Le agradecí, él también agradeció, y a continuación me despedí pues debía continuar con el trabajo.   

-¡Gracias. Cuídate!- 
Le dije y me marché.

Comencé a caminar, di algunos pasos; de pronto lo escuché decir con una expresión de emoción.

-¡Órale, que buena suerte!-

Mientras caminaba voltee a verlo y miré que contemplaba el billete que hace unos segundos le había entregado: sentí un alivio, una satisfacción por eso, comprendo que no era gran cosa lo que había hecho pero, sentí un poco de paz al verlo feliz, también por esa oportunidad de redimirme ayudándole por lo menos con algo. 

Más adelante nuevamente extraje mis monedas para corroborar las denominaciones y justamente contaba con 5 monedas de $1.00 los cuales pude haber usado para esa compra, pero me dio mucho gusto poder colaborar con $15.00 con aquel muchacho.
Sentí una tremenda admiración de ese personaje que a pesar de su discapacidad, se atrevía a salir y luchar para subsistir cuando existen individuos que aún y contando con todas sus facultades, prefieren arrebatar las pertenencias de las personas que con mucho esfuerzo se ganan la vida día a día a base de trabajo y entereza.

Comprendí también que no hay límites cuando de vivir se trata.
Que existe una diferencia entre la capacidad de una persona normal y una persona con alguna discapacidad y es que, quienes padecen de alguna limitación física, desarrollan algún otro sentido para poder sobrevivir mientras que una  persona normal (por llamarlo de alguna forma), al no sufrir ni padecer de algo que le impida desplazarse o realizar su vida normal, no es capaz de esforzarse más allá de sus capacidades.
Me sentí más tranquilo con esa acción.
Si vuelvo a ver a ese muchacho, tengan por seguro que le compraré algunos de sus dulces para endulzar mi día y ayudarle con lo que me sea posible hacer de su momento, un día  más ameno.

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