El amor es libertad

Hola amigas y amigos, encantado de saludarles con un nuevo blog. Les mando un muy fuerte abrazo deseándoles lo mejor.
 
La historia que les traigo en esta ocasión, sucedió cuando era niño. Siempre he tenido la idea que la vida es un aprendizaje continuo; incluso que uno no aprende a vivir, vive aprendiendo.

Vivíamos al oriente de la Ciudad de México. Era un niño de siete años que vivía los estragos de los constantes cambios de domicilio por el trabajo de papá. 
Lidiábamos con el acoplamiento o el acostumbrarnos de nuevo a un entorno diferente. Pero era libre, y con esa excusa, me desplazaba en mi bicicleta por aquellas calles aún sin pavimentar de la colonia. 
Los servicios deficientes, o escasos mejor dicho, pues carecía de alumbrado público, agua potable… en fin, una colonia aún en desarrollo. 
Los días lluviosos convertían las calles desnudas en auténticos ríos de lodo y piedras que cuya falta de alumbrado hacía un tanto tétrica la escena en las tardes o entrada la noche.

Un día, comenzó a llover alrededor de las tres de la tarde. 
La precipitación duró algunas horas dejando la calle por donde se ubicaba nuestra vivienda, empapada aunque se mantenía la llovizna entrada la noche. Justo por esa falta de iluminación, era un alivio ver llegar a papá.

En esa tarde lluviosa, nació esta historia que me dejó gran aprendizaje.

Esa tarde, alrededor de las siete de la noche, al salir a la calle con muy poca luz proveniente del hogar de la vecina de enfrente, pude ver una pequeña silueta sobre la barda de la misma. Absorbido por la curiosidad, y temeroso, me aproximé paso a paso a verificar o cerciorarme de dicha sombra. Grande fue mi sorpresa al llegar a esa cerca. 

Era una paloma.

Pude distinguirla gracias a la tenue luz que iluminaba el pequeño patio.
No mostró resistencia o intención de huir con mi presencia y proximidad, pareciera que esperaba  ser rescatada. La tomé entre mis manos, la recargué en mi pecho protegiéndola de la lluvia y la llevé a casa. 

Era una hermosa paloma blanca que no ponía resistencia mientras la secaba con una de mis viejas camisas. 
Recorrí poco a poco su delicada silueta hasta que de pronto se sobresaltó, fue entonces que me percaté del daño a una de sus alas. Al parecer con la fuerza de la lluvia y los vientos de esa tarde, algo la había golpeado. 
Como niño, qué puedes hacer en estos casos por lo que lo único que me vino a la mente fue, proteger el ala afectada por lo que junto con mi hermana Isa, hicimos todo lo posible por curarle la herida. Estabilizamos el ala dañada con un rustico vendaje que elaboré con parte de la camisa que utilicé para secarla, el sobrante de la prenda lo aprovechamos para cubrirla y le generara un poco de calor.

Al día siguiente. 
Al verla un poco mas animada. 
Con el temor de que intentara volar, corté las puntas de las plumas de sus alas para evitarlo. 
Así pasaron los días y poco a poco fue sanando.
Conforme crecían sus plumas, se las seguía cortando para que no se fuera, aparte, buscaba que el ala afectada, se restableciera lo mejor posible.

Asumí la total responsabilidad en su cuidado.

Todas las mañanas muy temprano, la sacaba al patio en donde le servía de comer maíz triturado, y colocaba un recipiente con agua para ella. Siempre al pendiente de que no se alejara del patio porque pensé que podría ser atacada por algún perro callejero debido a que el predio en el que vivíamos, no estaba bardeado.

Por las noches, la metía a casa y la colocaba sobre el pedazo de tela. 
Así transcurrieron al rededor de treinta días. 

Una mañana cuando la saqué como diariamente lo hacía, con el ala un tanto recuperada, al salir, se posó en el centro del patio y me di cuenta cómo sus hermosos ojos miraban al cielo contemplando a las otras aves volar.

Se mantuvo así por un tiempo, y solo sacudía el ala sana intentando volar. 
De pronto aleteó con fuerza, y en un impulso de fortaleza comenzó a correr de un lado a otro buscando impulsarse sin lograr despegar y lastimándose a cada caída.

¡Sentí que mi corazón se destrozaba al verla intentando recuperar su libertad!

Tras este acontecimiento, opté por encerrarla por temor a que se repitiera esa escena.

Días después, frecuentemente se aproximaba a la puerta intentando salir lo cual le impedía en cada intento.

Una mañana mientras le servía maíz en un recipiente, pensé en lo que paloma había hecho hace unos días, y me di cuenta que no era justo lo que yo estaba haciendo.

Después de dos meses me había encariñado mucho con paloma, pero ella debía seguir su destino y su vida por más que me doliera. 

Tomé la decisión, y una mañana abrí la puerta; repetí la misma rutina, depositarle comida y servirle agua. 
Tras comer un poco, paloma aleteó. Hizo algunos intentos. 
Mi corazón palpitaba con intensidad al ver cómo en repetidas ocasiones buscaba elevarse. 

Y por fin voló.


Realizó algunos vuelos en círculo sobre el patio como señal de agradecimiento, y se perdió entre las demás aves que todas las mañanas la visitaban.

Me sentí solo y desconsolado.

No podía comprender cómo te puede afectar la ausencia de un ser como lo puede ser un animal.

Ocasionalmente volvía por comida, se detenía y me miraba por unos instantes, luego volaba de nuevo hasta que un día ya no volvió más. 


Entonces comprendí el valor de la libertad y el de ser agradecido. 
Sin duda, paloma me dio una gran lección.
 
Desde niño comprendí la importancia de la libertad y el amor.

Al principio pensé que sólo había rescatado a una frágil paloma y la había curado. Pero era un hecho que en poco tiempo, se volvió parte de mí. Parte importante y de relevancia pues dentro de mi pequeño corazón, nació el gran cariño por ese ser que requería de ayuda y compasión.
Esto se convirtió en un gran amor que incluso me dolió al verla intentar retomar el vuelo.
Retomar su libertad.
El amor es eso. 
Comprensión, valor y libertad.

Libera por más que ames y dale el valor a lo vivido.

El amor, es libertad.

(Fin)


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La lección que los animales nos brindan

Qué tal amigos míos.

Me encanta saludarles con un nuevo blog después de mucho tiempo. 

Les dejo un buen abrazo con gran afecto.

Ustedes que me han regalado su tiempo leyendo mis blogs, seguramente saben que amo a los perros: a los animales en general. Incluso me tomo el tiempo y en medida de lo posible, hago algo por ellos, gracias al cariño que desde niño tengo hacía la fauna con quienes compartimos este planeta. Y creo qué tal vez, debido a esto, es que  mantengo la idea de que incluso los animales, suelen enseñarnos o darnos grandes lecciones.

Durante toda mi vida, he tenido la suerte de convivir con perros. Cómo dije antes, desde niño, tuve la suerte de ser acompañado por un perro. Para quienes han leído mi blog, seguramente leyeron la historia de mi perrita osa. Les dejo la liga por si desean leerlo (pulsa el título). Pequeña grande Osa.

De mi perrita osa, descendieron varios cachorros durante toda su vida que a su vez; fueron ampliando el linaje de mi pequeña perra, varios de ellos se quedaron conmigo manteniendo así, la línea directa desde la gran osa a través de los años hasta mi último perro, hijo de osa a quien debido a su aspecto físico le di el nombre de lobo.

Lobo también tiene una gran historia que más adelante les contaré, porque hoy de quien les quiero hablar y quien motivó este blog es de mi chaparro, como le digo de cariño: mi Koby.

Este pequeño ser, que llegó a casa de tan sólo dos meses, dominaba la atmósfera con su tierna presencia. Era lo más parecido a una bolita de algodón, una bolita blanca con un par de ojitos curiosos y orejitas tiernas. Muy tranquilo de apariencia. Obviamente, y porque ya en casa habitaba otro angelito, había que atender la parte de la salud del nuevo elemento por lo que debía acudir al veterinario para su protección. En ese entonces, Muñeca una cruza de Beagle que ya tenía años en casa, fue quien fungió como su guía. Aquí inicia lo que llamo, la lección que nos dan los animales. Koby fue adoptado, un tanto para rescatarlo, librarlo de un futuro incierto y también para sacarlo de esa azotea en donde se encontraba hacinado junto con sus hermanos. Cómo dije, la lección que los animales nos brindan. Tenía a dos angeles en casa, porque para este servidor eso es lo que son: ángeles de cuatro patas y colita.


Muñeca ya tenía sus años cuando Koby llegó. En un principio, y al sentirse invadida, le rehuía   y mantenía su distancia pues al ser la única, tenía toda la atención y la calma para ella sola, pero lo aceptó a su manera. Sobrellevaba los juegos y travesuras del pequeño latoso que llegó a alterarle su mundo de calma. Aun así, Koby le respetaba. El pequeño, como todo niño que busca un apapacho de sus mayores, solía acurrucarse junto a ella a lo que ésta respondía con un gruñido, aquello no le impedía al diminuto ser recostarse junto a quien desde ese momento se convirtió en su guía.

Después de dos largos meses de aislamiento, tiempo prudente para la aplicación de la serie de vacunas que había que suministrarle al pequeño para su protección, finalmente salimos a caminar los tres. Todos los fines de semana nos desplazábamos por las avenidas de la colonia para mantener activo al par de angeles y evitarle el estrés. Muñeca aún con su indiferencia hacía ese diminuto ser, fungió como la guía del pequeño diablillo.

Koby, como todo niño, jugaba y armaba el relajo mientras muñe, con su  tranquilidad ignoraba los juegos del pequeño que buscaba involucrarla pero la parsimonia de muñeca neutralizaban los intentos del pequeño, por lo que éste, buscaba a toda costa propiciar una persecución emitiendo ladridos más agudos mientras se inclinaba hacia ella para provocarla. Finalmente lo conseguía aunque sólo fuese un instante.

Koby mostró mucho cariño hacia muñeca, tal vez porque con sus dos meses de edad al llegar a casa, muñeca fue la figura materna más próxima que encontró. Quizás se deba a eso, que mostraba cariño y buscaba su aprobación.

Con el paso de los años el pequeño aprendió algunos trucos de mamá sustituta. También,  al parecer; se coordinaban para solicitar las croquetas, por lo regular, el pequeño tragón era el que hacía ruido con su plato para solicitar las croquetas. Al servirle a los dos platos, Koby ya sea que arrastrara el plato ó, avisaba a muñe con un ladrido y ambos comían juntos. Se había creado una hermandad entre ambos.

Por sus años que ya hacían mella en ella, la hermosa orejona dejó de acompañarnos a nuestras caminatas los fines de semana. Comenzó a desplazarse con cierta dificultad. Sus hermosas patitas respondían temblorosas, con cierta inseguridad que pareciera que en algún momento podría desplomarse después de un largo recorrido. No aguantaba el paso del  inquieto y acelerado Koby, debido a esto, opté por resguardarla para evitar cualquier daño a sus articulaciones. Al final del día la sacaba a dar una caminata corta, lo que su físico le permitía con el afán de que no se sintiera confinada y ejercitara en medida de lo posible sus músculos. Durante nuestra leve caminata, podía percibir su gratitud  a través de su dulce mirada pues conforme avanzaba, de repente  volteaba a mirarme por un momento.

El pequeño continuaba aprendiendo de su guía. Cosas sencillas, como cuando le decía a muñeca que era día de baño, Koby también se unía y repetía lo que su compañera.

Tocaba también, y cómo parte del cuidado  a su salud, el cepillado de los dientes por lo que Koby, fiel a su línea de aprendizaje también tomaba asiento a lado de la jefa esperando su turno para la limpieza dental. Así fue aprendiendo poco a poco la rutina.

Muñeca con los años se volvió un tanto huraña, aunque de pronto volvía a ella destellos de sus momentos de travesura. En su hermosa etapa de cachorrita, cuando me arreglaba para salir siempre encontraba la forma de despistarme y sin darme cuenta tomaba mi calcetín y huía con él iniciando así; un corredero por toda la casa para poderlo rescatar de sus fauces. O cuando se me caía la tapa rosca del agua o la botella de pet, también me lo robaba y emprendía la huida corriendo mientras sus hermosas orejas parecían alas volando por todos lados.

En su grandiosa edad madura, de pronto reaccionaba y lo volvía a repetir. Pero claro, ya no eran esos tiempos. Ahora con el niño, que constantemente buscaba juguetear con ella, era sólo de contemplarlo mientras el otro hacía su show.

Koby respetaba esa renuencia.

Pasaron los años, mismos que mostraron su peso sobre la hermosa muñeca quien a sus ya quince años, comenzaba a manifestar dificultades físicas. Una de ellas era la dificultad para comer, se le dificultaba ingerir sus croquetas, debido a esto, busqué opciones para proporcionarle una mejor opción en alimentos para que pudiera nutrirse lo más óptimo posible. Como manada que éramos, hacía lo posible por su bienestar al igual que koby.


Había días en que muñe no quería incorporarse para comer por lo que Koby solicitaba el alimento haciendo ruido con el plato. Cuando este estaba servido, con sus patitas arrastraba el traste hasta el lugar de su hermana mayor o madre sustituta para incitarla a comer a lo que ésta reaccionaba y se esforzaba a ponerse sobre sus patitas. Al dirigirse a su plato, el pequeño nuevamente arrastraba el suyo para comer juntos.

Durante ese tiempo, Koby de alguna manera estaba atento a los movimientos de muñeca, esto en plena pandemia, por lo que me encontraba haciendo Home office y esto sirvió para pasar más tiempo con ellos y ayudar a la jefa de la manada.

Era feliz trabajando con su compañía, recostados en el piso junto a mí mientras Galleta, mi gatita, lo hacía a un lado del teclado de mi computadora.

Dentro de todo el ajetreo del trabajo, que aunque no se podía salir mucho, por lo que todo era a base de llamadas telefónicas e información vía correo, aun así era pesado pues uno podía empezar a laborar a las 9am pero podía terminar alrededor de las 10pm, sin duda, era una saturación terrible que me arrastró a momentos muy complicados que incluso me llevaron a los gritos por el teléfono. Me encontraba sumamente estresado, con los nervios de punta que estallaba a la menor provocación y golpeaba y aventaba todo. Terrible, aunado a esto, la complicada situación de muñeca.

No había día que no gritara al teléfono por las inconsistencias y arranques estúpidos de quien se supone era mi jefe.

Con el paso de los días y conforme avanzaba esa situación, noté una extraña reacción de mi pequeño perro.

Un día, de pronto sonó el teléfono. Vi a Koby levantarse y dirigirse a donde yo me encontraba trabajando sin acercarse mucho, sólo sé recostaba mirando a la puerta pero con sus orejas en lo alto como cuando se ponen atentos a algo. Pasó esa llamada sin ninguna reacción ya que era la llamada de un cliente.

Una tarde, se presentó una situación.

Sonó el teléfono. Koby se encontraba recostado en su cama, al escuchar el timbre se levantó y realizó la misma operación. Se recostó mirando a la puerta.

Contesté, era la persona al frente de la empresa. Evidentemente era una llamada de trabajo.  Después de comentarios previos, iniciamos con la revisión de los proyectos en activo: producción, materiales, entrega y facturación sin ningún otro tema más que el seguimiento. Todo esto bajo mi cargo ya que tenía años desempeñando ese trabajo sin asistencia o apoyo alguno.

Finalmente llegamos al tema engorroso, las ventas. 

Al estrés de esos tiempos de crisis sanitaria, se sumaba también la de la falta de trabajo para esos tiempos de confinamiento, no había ventas cómo no fuera para la protección contra este virus.

Los ataques llegaron. Las discusiones subieron de tono.

Eran reclamos. Reclamos inusitados: carentes de toda coherencia. No iba a permitir tal arrebato por lo que también reaccioné con una contraofensiva tal, que levantaba la voz pero con una gran diferencia, presentaba argumentos sólidos para mi defensa. Al ver la nula importancia y respeto a mi trabajo estallaba azotando la mano en la mesa, aventaba el móvil gritando encolerizado, era tal la energía negativa y las constantes explosiones que en algún momento sentía fuertes dolores en el pecho y sentía se me adormecían los brazos.

Días atrás Koby ya tenía reacciones al percibir todo eso. Un día nuevamente se presentó un nuevo episodio de estos. Koby se levantó de su cama, con calma, se aproximó con la cabeza agachada y se sentó junto a mí. La llamada ya traía consigo su dosis de explosivos, la discusión volvía a subir de tono y entonces, en el fragor de la pelea y los gritos, mi pequeño se levantó y se  paró colocando sus manitas sobre mi pierna. Me contemplaba con su mirada angelical al tiempo que con su patita derecha tocaba mi mano a modo de caricia. A pesar de todo el embrollo, y dejando a un lado todo lo que acontecía en ese momento, respondía  acariciando a mi pequeño perro y lo abrazaba llenándome de su ternura. Lo increíble de todo esto, es que un ser: un animal, en este caso, un perro; a pesar de la estúpida mentalidad del ser humano al decir que los animales no piensan ni sienten, un perro sea el que me demuestre su sentir y su preocupación por mis constantes arranques, y la mejor forma de calmarme sea su paciencia y su cariño.

En ese entonces, muñeca convalecía víctima de un problema renal. Koby también mostraba su preocupación ante esa situación.

Cómo ya lo había mencionado, tal pareciera que se ocupaba en la alimentación de su guía pues su actitud era esa, estar pendiente de los horarios de comida.

A pesar de que muñeca mostraba fortaleza al ponerse sobre sus patitas, el pequeño solía caminar junto a ella como impulsándola. Se notaba su felicidad al verla comer por lo que lo hacía al mismo tiempo que ella.

Eso duró poco, pues el físico de la bella orejona se fue deteriorando, se iba difuminando cómo los días, se le dificultaba el ingerir sus croquetas por lo que busqué opciones para alimentarla. La mejor opción era la comida blanda por lo que solía cocerle alguna pieza de pollo para así, incitarla a comer algo.

Una tarde, entregado al trabajo, entre revisar pendientes, proyectos en desarrollo y otros temas; el tiempo pasó volando que no me percaté de la hora hasta que el pequeño se aproximó a mi lugar de trabajo buscando llamar mi atención. Absorto en el envío de correos y cotizaciones, no presté atención y continuaba. Koby mostraba su templanza sentado junto, con sus ojos fijos en mí.

Al ver mi nula atención, recurría al ruido con su plato. Entonces reaccioné. Hice pausa y me dispuse a atender al pequeño, serví su plato; se sentó de nuevo mirándome fijamente, sólo le dije: ¡come chaparro!, sólo movió la boca como queriendo hablar, me senté de nuevo para continuar y se paró colocando sus patitas en mi pierna con una súplica en su mirada. Repetí lo mismo de hace unos segundos. ¡Come chaparro! Dije. Entonces fue al lugar de muñeca pero yo no atinaba a su actuar.

Volvió apresurado y nuevamente se sentó mirándome. Como es lógico, y porque muchos de nosotros no entendemos pero tampoco nos tomamos el tiempo para comprender un poco del comportamiento de los animales, yo sólo ignoré lo que Koby hacía, lo que hizo después fue lo que tocó las fibras más sensibles del corazón. Un tanto alterado, y al ver mi falta de comprensión, se levantó y se paró sobre sus dos patitas recargándose en la estufa mientras con sus manitas rascaba a la altura de las perillas justo hacia el quemador donde se encontraba el pequeño recipiente donde hacía unos minutos había cocido la pechuga de pollo para alimentar a muñeca. No pude contener la lágrima. Sentí un apretón en el pecho al ver con qué esmero ese diminuto ángel, buscaba llamar mi atención para atender a su gran guía, a muñeca, su madre sustituta.

Esa escena aún retumba en mi mente pues es increíble cómo un ser que gran parte de la humanidad trata cómo seres sin sentimiento e insignificantes, nos pueden dar una lección. Días después, muñeca se fue, mi ángel voló a casa.

La mañana del triste desenlace, yo ya padecía los estragos de este maldito virus, me encontraba ingresando ya a la puerta de estado grave. Ese día luchando con eso, me puse de pie para atender a mi bella Beagle. En el ir y venir, y con todo lo que ya padecía, no me percaté de lo que a mi lado acontecía. Koby no se encontraba en su cama, no presté atención por lo que me dirigí a la estufa para calentar el desayuno de mi convaleciente perrita. Coloqué el recipiente y encendí el quemador. Me desplacé hacia la cama de muñeca para verla. Aún tengo esa imagen en mi mente. Muñeca recostada de forma normal; de lado y con las patitas estiradas. Todo parecía normal. Koby recostado panza a bajo, estirado con la mirada clavada en muñe.

Me acerqué, y como siempre lo hacía dije: ¡mami, ya se calienta tu comida, despierta! pero no reaccionó; Koby con la barbilla colocada en el piso sólo movía los ojos, miraba a su vieja guía y me miraba como diciéndome algo, entonces me acerqué sólo para descubrir que la gran muñeca agonizaba. Koby al verme reaccionar con llanto evidente, se sentó a un lado y sólo contemplaba la escena. Era necesario llevar a mi ángel al veterinario así que busqué la mejor forma de transportarla pues el recorrido lo haría a pie ya que en esa situación y en ese estado, un taxi no me podría llevar.

Después de todo el ajetreo y tras darle el eterno descanso a muñe, volví a casa, el pequeño sólo me miró y miró a la puerta, imagino que como antes, esperaba la entrada de alguien más, pero ya no fue así.

Me escuchó llorar. En otras ocasiones, cuando escuchaba algún sollozo, corría a consolar a la persona, pero tal pareciera que también sintió la ausencia y sólo se recostó en la cama mirando a la puerta.

Cuando vives este tipo de situaciones o experiencias, comprendes que incluso los animales suelen mostrarnos eso que a nuestros ojos no son visibles; porque no somos capaces de verlo o no lo queremos ver. En esos momentos hostiles o lúgubres, la compañía de un ángel como lo es el perro, aminora el sentimiento o el dolor.

La lección que Koby me da, es el de ser paciente. Soy un tipo que vive muy acelerado y explota a la menor alteración. Y mi pequeño, de alguna forma me ayuda a controlar eso.

Soy observador, pero mi perro me ha enseñado que me falta ser un poco más riguroso y atender a los detalles. Ser un poco más consiente.

Es por eso que amo a estos seres y les respeto, porque para mí, son lo más parecido a un ángel.

Seguro estoy, que si tú tienes un perro, comprendes de lo que hablo.

(FIN)

 



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Castillo de Naipes

 

Hola amigas y amigos. Encantado de volver a saludarles en donde quiera que se encuentren leyendo este humilde blog.


Les mando muchos abrazos.

No sé si alguno de ustedes ha tenido en su vida, un episodio como el que leerán a continuación.

Pero en éstos últimos días, han acudido a mí algunos recuerdos, unos divertidos y otros no tan gratos. Creo, que es de todos sabido, que los recuerdos son ineludibles.

Intentas mantener una mentalidad óptima pero esas imágenes de tu pasado, jamás se van, y vuelven en el momento preciso.

Si te encuentras feliz, vienen a ti los momentos felices de los cuales te congratulas. Incluso llegan los recuerdos nefastos que en ocasiones, son superados por los momentos gloriosos. Pero no siempre es así.

Desafortunadamente, en algún momento de la vida, uno llega a un puerto lúgubre, de esos que son inherentes a ti.

Bien.

Como les comentaba, en determinado momento tu pasado viene a estropear tu calma.

Para quienes me siguen y han leído mis blogs, seguramente leyeron uno que lleva por título y cuya liga les dejo aquí. 

Pulsa el título para leerlo.


El amor de tu vida no existe.


El tema es, que en estos días, vino a mí, uno de los episodios que no me encanta recordar.

Sucedió hace ya muchos años.

Por coincidencias de la vida y la gracia del destino, conocí a una hermosa chica. Tal vez mi suerte pretendía hacerme un obsequio pues después de ese día, coincidíamos continuamente en la calle, en el autobús… en fin, nuestros encuentros casuales eran muy frecuentes.  

Nuestro trayecto era más ameno con nuestras conversaciones.

Me contaba sobre la escuela, hablaba con mucho entusiasmo sobre su anhelo de llegar a la universidad.

Se esmeraba en su superación pues aspiraba convertirse en abogada, excelente profesión.

Yo prestaba atención a su discurso, me llenaba de emoción y orgullo ver la pasión con que hablaba de la vida y su progreso.

Los días en que la suerte me abandonaba y no la encontraba, se volvían tediosos pues me sentía vacío sin verla o escucharla.

Era extraño, pero me era necesario estar un momento a su lado.

Una tarde que al parecer los planetas se alinearon y jugaron a mi favor, por fin la encontré.

Fue tal la emoción de vernos qué -no corrí porque me vería muy cursi- pero al reconocernos, nos aproximamos uno al otro a pasos acelerados fundiéndonos en un frenético abrazo, pareciera que nos conociéramos de mucho tiempo.

Esa tarde nos la pasamos conversando y riendo de tonterías sentados sobre lo que alguna vez fue un auto.

La noche estaba ya por cubrir la ciudad y entonces, con un toque de nervios, le propuse acompañarla a su hogar. Por supuesto que esperaba una negativa pero mi sorpresa fue muy grande al escucharla decir: -¿en serio?- qué lindo, si, acompáñame; exclamó con emoción. Nos encaminamos por la acera. Estaba encantado con ese detalle. Oculté esa emoción pues me sentía sumamente feliz de caminar a lado de esa hermosa chica de ojos cafés, tez apiñonada y cabello castaño con un corte que le llegaba a los hombros  cuidadosamente arreglado, sostenido con una discreta diadema.  

Después de ese día, se hicieron frecuentes  nuestras caminatas. Algo se estaba creando sin saberlo. Lo sentía pues en ocasiones, ella me tomaba del brazo mientras nos desplazábamos, o durante nuestro trayecto se aproximada para decirme algo más personal al oído mientras con una mano, delicadamente tomaba mi mejilla. Yo también sentía algo muy dentro del corazón. Pero me aferraba a no creer en ello pues era un tanto inverosímil algo así.

Poco a poco nos fuimos creando ideas sublimes y adentrándonos en el laberinto de la vida, inconscientes de lo que se estaba construyendo frente a nosotros.

Los días transcurrían, entre mi trabajo y sus clases.

Había veces en que no coincidíamos por días hasta que la suerte nos ubicaba en el momento preciso para vernos.

Esos encuentros, eran sensacionales pues pareciera que en ese inter, nos sentíamos vacíos, por más extraño que esto sonara, pareciera que cada vez, había la imperiosa necesidad de estar juntos de nuevo.

Fue tal la armonía que se creó entre nosotros que después de un tiempo prudente, tomé la iniciativa de invitarla a salir.

Desde ese día, todo fluía de forma natural, en cada momento, íbamos descubriendo más sobre cada uno lo que nos llevó muy pronto a iniciar una relación amorosa. Nos hicimos novios, y se desató todo un cúmulo de sueños y emociones.

Éramos otros.

Razonábamos en todo. Desarmábamos el mundo y lo armábamos a nuestra manera. Éramos libres de crear, de soñar.

Comenzamos a  construir castillos y creábamos un sinfín de historias, todas ellas vinculadas a un solo propósito: una vida juntos.

Me perdía en el tiempo cuando ella, inspirada y con su dulce voz, hablaba de todo lo que quería realizar una vez culminado sus estudios. Me llenaba de orgullo oír sus aspiraciones, mismos que ella veía sin obstáculos pues era perseverante y tenía la firme convicción de no rendirse nunca.

Con toda esta imagen, e inspirado por su templanza, nacía en mí la sutil actitud de ofrecerle mi apoyo en la medida de lo posible con el fin de verla realizar sus sueños. Insisto, amaba contemplarla creando su propio sueño.

En ocasiones, estás tan sumergido en el amor y en tus sentimientos hacia alguien que eres capaz de todo por ver a la persona feliz, que te entregas sin miramientos.

Fluíamos estupendamente. Le ayudaba en lo necesario.

Todos los fines de semana,  salíamos a divertirnos sin ninguna preocupación: éramos libres y llenos de dicha.

Siempre teníamos tiempo y estábamos disponibles el uno para el otro. No había nada que perturbara esa armonía pues aún y con mi carga de trabajo siempre estaba disponible para ella.

Todo era un ir y venir de palabras dulces y caricias llenas de amor.

Le encantaba escuchar mis historias y había ocasiones  en que me pedía narrarle de nuevo alguna favorita. Era una mujer llena de detalles que de pronto me abrumaban por lo tiernos que estos eran.

Comprendimos que estábamos perdidamente enamorados.

 Los días pasaron sin nada que pudiera perturbar nuestra armonía.

Había mucha sensatez en nuestra relación qué día con día se fortalecía  por la madurés que poco a poco le imprimíamos.

Vino entonces todo el ajetreo que representa el ingreso a la universidad. Preparación, lectura y todo lo que implica llegar a ese nivel.

Ella se esforzaba tanto, que incluso, de pronto, su carácter se tornaba hostil. Pero me mantuve prolijo, pues me importaba mucho su estabilidad emocional y su desarrollo.

Eso de algún modo puso mis sentidos en alerta.

 

Surgió en mí un temor que podría ser insignificante, pero resultó algo severo que me hizo plantarme firmemente en la tierra.

Había cierto ápice de miedo que buscaba neutralizar con un enfoque positivo.

Mis demonios empezaron a brotar y a confabular en mi contra, llenándome de temor y angustia. 

Mis miedos radicaban en el futuro próximo de ella. Mis temores eran genuinos, no había forma alguna de evitar una leve sospecha más que asumiendo la realidad por más dura que ésta fuera.

Pensaba en el cambio de ambiente, y lo que esto traería consigo.

Nuevos aires, nuevas amistades, un entorno que ampliará aún más sus expectativas; sin duda, todo eso era bueno, por supuesto que si, pero mi temor radicaba en mi interior.  

Dentro de todo, debía aceptar que algo así pasaría. Pero hice todo lo posible para eludir todo eso pues aún permanecía en ese presente que era mejor vivir en lugar de angustiarse por un futuro que aún era incierto.

Enfrenté todo aquel tema con suma calma y me dediqué a trabajar mi presente. 

Teníamos grandes y gloriosos momentos.

Uno de ellos sucedió una tarde.

Había dedicado el día sólo a ella. Fuimos a distintos lugares dentro de la ciudad, hicimos un gran recorrido durante el mismo. Dentro de todas las conversaciones que ese día tuvimos, tocamos uno muy importante.

No estaba planeado pues cuidaba mucho el tema pero surgió sin forzar nada y fue el: hacer el amor.

Ese día lo analizamos una y otra vez y cada una de esas veces, concluimos en algo afirmativo, en que sería genial si sucediera alguna vez; pero ambos sentíamos lo mismo, deseo y temor.

El temor por lo que pudiera suceder.

Los riesgos que eso implicaba.

Que nuestra relación pudiera sufrir algún trastorno.

Tras darle un largo análisis, el día de su cumpleaños sucedió.

Ambos temblábamos de deseo pero el temor también se inmiscuyó en ese momento, yo intentando darle tranquilidad o seguridad, decía: —todo va estar bien Amor, yo te cuido—.

Decía mientras la abrazaba con fuerza junto a la cama de aquel hotel.

Al decir esto, me responsabilizaba de todo. De ella, de lo que pudiera surgir debido a la falta de protección, pues no quería exponerla a consumir algún tipo de anticonceptivo que pudiera afectar su cuerpo en un futuro.

No sé, quizás era mi idea cursi.

Tras realizar eso que parecieran votos matrimoniales, y luego de prometernos permanecer juntos por siempre, nos entregamos al amor, a la pasión que acumulamos unos meses atrás.

Mientras la besaba, pensaba en la responsabilidad que implicaba ser el primero en su vida sexual.

Ya no sabía si temblaba de placer o de miedo, pero me dejaba llevar por sus inocentes gemidos. Me entregué a su pasión, a nuestro deseo febril.

Era toda una experiencia escucharla pronunciar mi nombre mientras hacíamos el amor.

Se mostraba feliz, encantada de lo que sucedía, de nuestro glorioso momento. Incluso esbozaba frases como: —te amo— pero la que constantemente repetía era: —nunca me dejes por favor—. A lo que yo respondía con suma nobleza: ¡no amor, jamás me separaré de ti!

Esa tarde hicimos el amor una y otra vez hasta casi entrada la noche.

Al salir del hotel, sentíamos como si todas las miradas estuvieran sobre nosotros. Pero no sentimos temor de nada, importaba más lo que en ese momento ya se incluía en las eternas nubes del recuerdo.

En los días subsecuentes, lo nuestro parecía tomar fuerza.

Éramos más unidos y para ella no había nadie más que yo. Y para mí, no había nadie más que ella.

Éramos capaces de todo.

Poco a poco se aproximaba el ingreso a la universidad.

Todo tomaba un tinte de estrés y angustia.

Trataba de mediar o de aminorar en medida de lo posible todo ese estado caótico.

Aunque después de unas semanas, finalmente, logró su ingreso a uno de los planteles, lo que la hizo muy feliz. Yo también me llené de emoción al verla desbordante de entusiasmo.

Me desvivía en halagos para ella. Por su puesto que las flores no faltaron como parte de la celebración.

Esos días, las conversaciones se tornaron más en los días que vendrían.

Cómo me voy a vestir.

Los trabajos a realizar.

El salón.

Qué voy a comer.

Me arreglaré de otra forma el cabello.

A quienes conoceré.

Iré a fiestas?

Yo sólo asentía, trataba de mostrar mi empatía hacia todo eso.

Días después, finalmente llegó el momento esperado.

Recorrido que fue un caos.

Se le complicaron algunas cosas y yo, con la carga de trabajo, me fue difícil acompañarla por más que hubiese querido.

Las hojas del calendario empezaron a caer uno a uno hasta que acumularon meses trayendo consigo los resultados de ese cambio, tal como lo había pronosticado.

Poco a poco se fueron disminuyendo nuestros encuentros. Estos se redujeron a llamadas telefónicas en donde nos desahogábamos comentando lo mucho que nos extrañábamos y dábamos los pormenores del día.

De pronto, algo comenzó a cambiar.

Los ánimos se tornaban ásperos en algunos momentos.

Por la razón que fuera, se desataba la ira. Yo hacía lo posible por crear más tiempo para ambos, y en algunos intentos, sólo recibía una negativa pero me mantenía firme a nuestra promesa de no claudicar cuando los tiempos no fueran buenos.

Vi las constantes modificaciones, y de pronto noté que yo me estaba sometiendo; la amaba tanto, que muy posiblemente y sin querer, lo hacía.

La distancia cada vez se ampliaba.

Las llamadas no tenían retorno y me sentía desesperado.

Las pocas veces en que lográbamos estar juntos, era de someterme a escuchar atento todas sus aventuras y vivencias nuevas.

Me contaba de sus nuevas amistades, de la forma que se iba relacionando en su nuevo entorno.

Comprendí para donde se encaminaba todo esto, pero mi obstinación era más grande y me mantenía aún y con todos esos contrastes que mostraban el porvenir.

Hubo veces en que tragarse el coraje era una mejor opción para no (según yo) afectar nuestra relación.

Continuaba entregando lo mejor, aún y con las desavenencias.

El amor es sacrificio y entrega, escuché a alguien decir alguna vez, y sobre eso basaba mi ya casi fanatismo en aquello que estaba viviendo; pues cuando yo asumía mi papel, la distancia era más evidente, algo que yo minimizaba diciendo: es el ajetreo de la universidad.

De pronto ya no la encontré, con dificultades lograba una comunicación vía telefónica.

Vernos se había vuelto imposible.

Yo extrañaba esos encuentros casuales que se volvieron frecuentes. El contacto que teníamos, pues ambos siempre hacíamos hasta lo imposible por estar juntos.

Pero todo eso se fue difuminando.

Ya no hacia el intento de buscarla pero sentía eso llamado dolor por el cambio tan abrupto.

La promesa se había roto.

Días después, confirmé lo que meses atrás había augurado.

Yo ya no existía en lo que ella llamó a sus (mejores) pensamientos, amor y deseo.

Alguien más ya estaba en su vida, pasé a formar parte del pasado.

Entonces para mí llegó el momento de asumir mi responsabilidad.

De alguna forma, predije que esto sucedería; desarrollarse en otro ambiente era más que evidente que le atraerían nuevas cosas que tal vez ella no se querría perder, nuevas amistades, nuevas personas. Era lógico que cambiaría. Pero aún y con todo eso en mente, sentía el dolor de su ausencia.

Fue duro saber que ella ya tenía a alguien más en su vida.

Entonces mi obstinación y locura se combinaron y comenzaron a despedazarme.

Luché por encontrarla de nuevo, de traerla junto a mí, pero ya estaba en otra dimensión.

Después de varios y agobiantes intentos, me pregunté: por qué luchaba si nuestros castillos de naipes se habían desplomado.

Estaba cayendo en picada a un obscuro y desolado mundo.

Me deprimí de sobre manera.

Una y otra vez me culpaba por no estar más cerca de ella. Siempre me pedía más tiempo para pasarla juntos por las tardes o cuando debía salir por alguna tarea, pero me era imposible debido a mi trabajo y la carga del mismo. 

La depresión me carcomía y la ansiedad me atacaba a cada momento. Mis días se tornaron lúgubres. Intentaba mantenerme de pie pero era muy doloroso.

Perdí el gusto por los alimentos.

Perdí el apetito, pero lo peor… perdí el gusto por la vida.

Fue entonces que mis demonios despertaron de su letargo y comenzaron a alimentar mi mente con ideas oscuras. Dentro de toda esa agonía, como si me viera en un espejo empañado, contemplaba imágenes dramáticas de mi, imágenes tenues pero con el claro objetivo. Me vi con las muñecas sangrantes, y como un bulto suspendido en el aire, sólo girando y meciéndose  lentamente. Eran imágenes drásticas y grotescas que me provocaban escalofríos. Ahí comprendí que incluso para ese acto, también se requiere de mucho valor, y por otra parte, yo no quería afectar a las personas a mi alrededor, motivo por el cual desistía llevar a cabo algo así.

Ansiaba  ponerle fin a todo eso y esa era mi ruta de escape.

Mi mente se encontraba inmerso en ese mundo agónico en busca de la forma indicada de acabar conmigo.

Estaba tan molesto que seguía flagelándome con los recuerdos, entonces, decidí  como castigo (según mi locura)  darle el trabajo a mi asesino.

Tiempo atrás, había leído en una revista, un artículo  sobre la salud en donde decía que fumar un cigarro te restaba seis horas de vida. Con esto en mente, le abrí la puerta a mi verdugo. 

Me volví un fumador compulsivo, fumaba mañana, tarde y noche, siempre había un espacio para ello. Restarle seis horas a mi vida con cada cigarrillo se volvió mi prioridad.

Me alejé de mis amistades.

No quería saber nada de nadie.

Después de meses de sobrevivir esta situación,  mi aspecto físico asemejaba a la de un muerto viviente. Mi rostro reflejaba esas noches de no dormir, con unas terribles ojeras y los ojos rojos. La piel con una pigmentación amarillenta y deshidratada, quizás por el exceso de cigarrillos.

Hubo ocasiones en que algunas de mis amistades al coincidir en algún lugar, se atrevían a  preguntar sobre mi aspecto de muerto viviente a lo que yo sólo atendía diciendo: -el trabajo, ya sabes- y buscaba la forma de alejarme lo más pronto posible.

Laboralmente también me afectaba. Darle  seguimiento a los nuevos proyectos en activo o captar nuevos prospectos ya no eran relevantes.

Estaba cayendo en picada. Ya nada tenía sentido para mí. 

Constantemente venían a mi mente las imágenes de quien me había enamorado profundamente. De esos momentos dulces que parecían interminables, y me volvía a sentir profundamente miserable.

Vivía con ese zumbido en la cabeza y con algo así como un tic nervioso que me llevaba a voltear en todas direcciones como si alguien me persiguiera.

Al parecer, estaba llegando a la demencia.

En mi vida hay algo que amo y que sé que jamás me va a traicionar y es: la lectura.

Difícilmente podía retomar mis libros pero luchaba por levantarme.

En una tienda, curioseando en el área de libros, encontré una frase que dice:

¡Si sufres es por ti, si te sientes feliz es por ti, si te sientes dichoso es por ti. Nadie más es responsable de cómo te sientes, sólo tú y nadie más que tú. Tú eres el infierno y el cielo también! (Osho)


Uno de mis ídolos también acudió a mí con una de sus máximas:

¡Siempre habrá gente que te lastime, así que lo que tienes que hacer es seguir confiando, y sólo ser más cuidadoso en quién confías dos veces! (Gabriel García Márquez).

Una mañana, una que para mí, me invitaba a otro día de miseria, me formulé un par de preguntas:

¿Vale la pena esto que estoy viviendo?

¿Vale la pena poner en riesgo mi vida por alguien así?

Comencé a dirimir sobre mi patética situación.

Era lamentable y estúpido exponer mi físico y mi vida por alguien que evidentemente no lo merecía.

Asumí mi responsabilidad pues estoy convencido que para poder avanzar, debes quitarte un peso de encima, así que dejé de culpar a la persona y asumí mi terrible error.

Mis días cambiaron.

Yo cambié.

Y lo hice por una simple razón: salvar mi alma pues mi asesino poco pudo hacer con la encomienda.

Retomé mi vida, y ofrecí perdón por hacerme daño de esa forma tan ilógica.

Asumí mi error.

Asumí mi dolor.

Ahora estoy vivo.

(Fin)


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