Por qué somos pobres


Cuando era niño, mi querido padre me llevaba a su lugar de trabajo los días sábados que es el día en que la jornada laboral culmina a las 13 horas. 
Papá trabajó en la construcción como contratista por un largo tiempo dentro y fuera de la ciudad por lo que había largos periodos en que se ausentaba de casa.
Al ser la cabeza de la familia ¡un tanto numerosa!, se esforzaba mucho por solventar todos los gastos en casa como pagar el alquiler del lugar donde vivíamos, la manutención  y todo lo necesario para brindarnos una vida lo mejor posible.

Cuando contaba con algún desarrollo en construcción a su cargo en el D.F. Me llevaba a conocer un poco de lo que hacía: esto un tanto por brindarme una distracción y un tanto por el afán de mostrarme el costo de ganarse la vida para subsistir. 

Al término de la jornada, aprovechaba para llevarme a dar un paseo por las calles del centro histórico de la Ciudad de México, algunas veces para adquirir alguna herramienta de trabajo o sólo a caminar. 

Mientras realizábamos nuestro recorrido, conversábamos de tantas y tantas cosas sobre la vida y su juventud en el D.F. y sobre nuestra situación.
Mi padre trabajaba mucho lo cual me hacía admirarlo aún más. Pero una tarde, mientras conversábamos caminando por las majestuosas calles del Distrito Federal de aquellos años; le formulé una pregunta:

-¡Papá! ¿Por qué somos pobres?-
Mi padre me miró extrañado y dijo:
-¡¿Por qué dices eso?!-

Entonces desplegué todos mis argumentos, mismos que días atrás mi pequeño cerebro de niño había formulado.

-¡Papá, pocas veces estas en casa; pocas veces hemos viajado. He visto a los demás niños celebrar con sus padres sus cumpleaños o navidad, salen de paseo, en fin.. y lo entiendo: pues somos pobres!- le dije. 
Durante mi monólogo papá no apartó su vista de mí mientras daba mi argumento. Finalmente me contestó con una pregunta:
-¿Tú crees que eres pobre?-
Sólo asentí.

Jugueteó con mi cabello, y colocó el brazo sobre mi hombro a manera de abrazo y me condujo por las calles del centro histórico sin aparente prisa. Seguimos nuestra marcha sin ningún contratiempo y nada que nos perturbe.


Mientras caminábamos, descubrimos a unas personas apostadas sobre la acera. Era una familia conformada por la señora, el señor y 2 niños de aproximadamente 5 y 6 años. 
Al pasar junto a ellos, papá depositó unas monedas en la mano extendida de la señora y seguimos de frente.

Después de unos pasos, finalmente mi padre dijo:

-¿Viste a esas personas?-

-¡Sí!- Respondí
  

Cuestioné absorbido por la curiosidad.

-Pero, ¿Por qué les diste monedas?-

Papá contestó serenamente.

-¡Hijo, es una forma de ayudar pues esas personas no lo tienen; sus hijos están descalzos al igual que ellos, no tienen donde vivir pues se nota que no se han aseado y tampoco comen bien pues los niños se ven desnutridos. Les obsequié unas monedas pues con eso podrían adquirir algo de comida para hoy, y porque es triste ver a personas así; sobre todo a unos niños como ellos: sin probar un buen bocado, sin el vestido adecuado.. Descalzos. 

También es una forma de agradecerle a la vida que mis hijos: ¡ustedes! no padecen de una situación así; ustedes tienen siempre la mesa puesta con los alimentos disponibles en casa. Si, pagamos un alquiler pero a final de cuentas, tenemos donde vivir y también cuentan con ropa y calzado. Compartir un poco de lo que tenemos es agradecer la bendición de contar con lo suficiente para poder vivir!- Finalizó


-¡Ahora dime. ¿Eres pobre?!- preguntó finalmente.


Entonces con mi percepción sobre nuestra pobreza hecho pedazos, y con un enfoque distinto contesté:


-¡No papá. No somos pobres y todo gracias a ti!-

Y continuamos recorriendo las calles del centro histórico.


Muchas de las veces nos encontramos sumergidos en nuestra situación que en ocasiones, no es tan complicada sin embargo,  le prestamos toda la atención  y nos encerramos en una burbuja llena de conflictos y no somos capaces de ver más allá, sin darnos la oportunidad de ver que existen situaciones más complejas que las nuestras, que existen personas que aun y con toda la abundancia padecen de ciertas adversidades.  

Valoré todo lo que en ese momento tenía y comprendí y agradecí el arduo trabajo de mi padre.


Comprendí que hay muchas formas de ver la pobreza: desde cuando hace falta el cariño y al amor de los padres aunque nos brinde todo, hasta cuando no se tiene nada: incluso qué comer.

Yo veía la pobreza de manera errónea pero al ver a esas personas en la acera pidiendo una moneda, comprendí que era afortunado con todo lo que tenía disponible. Que mi pobreza radicaba en no darle el mérito y el valor a lo que mi padre hacía por nosotros y que aun con todo eso, se daba el espacio para compartir un poco de su esfuerzo con alguien más necesitado que nosotros.


Comprendí que no es grande el que tiene las mejores intenciones o el mejor sentimiento, sino el que ayuda aún y sin tener una gran fortuna.

Hasta aquí mi breve comentario de hoy.



Un humilde homenaje a mi padre.

A mi héroe.

Te quiero Pa.

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La satisfaccion de ayudar


Cuando cambiamos de oficina hace ya algunos años, por obvias razones, debíamos cambiar todo. Desde el trasportarte pasando por el contabilizar el tiempo de arribo a las nuevas instalaciones lo cual en unos días quedó superado, sin ningún problema. 
De nuevo tocaba la tarea de ordenar todos los muebles de oficina y demás, lo cual realicé en el trayecto, pues también estaba el tema del trabajo. De darle prioridad a la producción y visitar clientes.

Una vez superado esto, y con el paso de los días, fui conociendo los alrededores pues debía ubicar las diversas oficinas de servicios como sucursales bancarias, teléfonos, paquetería o de gobierno en fin, todo lo necesario para poder llevar a cabo el trabajo.

Poco a poco fui conociendo al personal de los diferentes lugares a los cuales asistía y con quienes conversaba mientras realizaban mis trámites. 

Soy de esos tipos que gusta de conversar y conocer personas. 

Al decir esto y mientras escribo este blog, me siento un poco decepcionado de mí mismo en ese sentido. Con el pasar de los días, en una de esas visitas a una de las instituciones bancarias al que en esa ocasión acudí para realizar un pago de servicio; como todo usuario, tomé mi lugar en la unifila, habían alrededor de 10 personas formadas lo cual era aceptable comparado con algunos días en las que la fila suele extenderse hasta la entrada de la sucursal. 

Tomé mi lugar y como es clásico, a tomar el tiempo que los demás usuarios tardan en realizar sus trámites y seguir avanzando paso a paso.

Suelo siempre estar atento a lo que sucede a mi alrededor y de las personas en determinado lugar, por cuestión de seguridad y por precaución.

La fila avanzaba con un tiempo aceptable. 
Detrás de mí la gente seguía llegando mientras yo me aproximaba poco a poco a mi turno, delante de mí, había un muchacho de unos 20 años aproximadamente, un tipo normal  a simple vista. En eso, una de las chicas de la caja llamó al siguiente: era justamente el muchacho.
Se encaminó a paso lento y ya no presté atención, me concentré en mi llamado pues era el próximo a pasar a una de las cajas.

Todo transcurrió así, normal: como la mayoría de las cosas en el mundo, sin prestar atención a nada. 

Días después, nuevamente en la unifila pero en otra institución bancaria, como siempre suelo hacer, eché un vistazo el entorno y me dispuse a esperar mi turno. El muchacho nuevamente delante de mí separados por 2 personas, eso me dio la oportunidad de contemplar su rutina: no porque me fuera sospechoso sino que anteriormente había detectado algo inusual en su visita a una de las oficinas bancarias a la que yo había asistido. Mantuve mi atención centrada en él sin mostrarme tan evidente, llegó el momento: su turno, al oír el llamado nuevamente se encaminó lentamente y entonces noté que se le dificultaba el caminar, llegó a la ventanilla y le mostró al encargado de la caja una bolsa de dulces, yo mantenía mi atención en mi proximidad a mi turno y en lo que ahí ocurría: en eso, el muchacho recibió unas monedas y se retiró.

Llegó mi turno y todo pasó de nueva cuenta.

Desde que era niño de alguna manera desarrollé ese sentido de grabarme el rostro de algunas personas aunque no tuviera ninguna relación o contacto amistoso.
Tras pasar unos días, de nueva cuenta coincidimos en la misma oficina bancaria y ésta vez me tocó formarme justo detrás de él. 

Puse atención. 

Muy sereno y tranquilo mantenía su lugar. De repente balbuceaba mientras volteaba a ver su bolsa de dulces. Por suerte ese día no había mucha gente y la espera fue muy corta. 

Llegó su turno y fue llamado: otra vez se trasladó a paso lento con la bolsa en la mano, en ese momento también fui llamado a una de las ventanillas que era atendida por una chica con quien ya entablaba una conversación en cada visita, ese día debía hacer varios pagos lo que me dio tiempo para conversar con ella. No perdí la oportunidad de preguntarle sobre ese personaje. 

Me contó que aquel inocente muchacho, únicamente se formaba para poder pasar a las ventanillas a venderles paletas o dulces. pensé que era una locura pero un día me lo encontré en la calle acompañado de otra persona, y entonces descubrí que padecía de un problema motriz, tenía parte del cuerpo con un porcentaje de parálisis que le impedía caminar bien. 

Tenía una de sus manos también limitada en movimiento. 

Se le dificultaba el habla, se le comprende pero no lo hace de manera fluida como una persona normal por llamarlo de alguna forma: fue entonces que entendí su rutina. Vende dulces en la calle, se interna en las oficinas como en los bancos para ampliar su capacidad de venta: imagino que de esa forma subsiste mientras yo sin imaginar su estado estúpidamente pensé que era una locura sus rutinas en las sucursales bancarias de la colonia, sólo para ofrecer sus dulces. Me arrepentí de ello y de alguna forma quería limpiar mi conciencia. 

No lo volví a ver después de esa vez.


Hoy me lo encontré de frente, como siempre; con una bolsita de plástico en la mano. Me saludó y no dejé pasar la oportunidad:

 -Cómo estás. Le pregunté

 Extrañado volteo a mirarme y dijo: -¡Bien!-

 -Qué vendes hoy. le pregunté.

 -Chicharroncitos. Contestó.

 -¿Me conoces? dijo.

 -¡Te he visto por aquí amigo! Contesté

 -¡Ah, Sí. Vendo por esta zona! Me decía.

Conversando le pedí me vendiera una bolsita.

-Son 2 bolsas por $5.00¡- afirmó.

 -¡Bien. Dame 2 bolsitas. le indiqué.

Mientras extraía los sobres del producto de la gran bolsa de plástico, busqué en mis bolsillos, una moneda de $5.00 o alguna de $10.00 para comprar un par de bolsitas de chicharrones con el afán de ayudarle aprovechando la oportunidad. 
Sólo contaba con monedas de $1.00 y $0.50. De mi cartera extraje un billete de $20.00 y se lo entregué a cambio del par de bolsas, se lo entregué preguntando si tenía cambio, a lo que respondió un tanto apenado:  

-¡No. No tengo, caray!

No lo dudé y mi respuesta fue

 -No te preocupes, déjalo así.

-¿En serio?- interrogó.

-¡Está bien amigo!- le dije.

Me entregó mi par de bolsas. Le agradecí, él también agradeció, y a continuación me despedí pues debía continuar con el trabajo.   

-¡Gracias. Cuídate!- 
Le dije y me marché.

Comencé a caminar, di algunos pasos; de pronto lo escuché decir con una expresión de emoción.

-¡Órale, que buena suerte!-

Mientras caminaba voltee a verlo y miré que contemplaba el billete que hace unos segundos le había entregado: sentí un alivio, una satisfacción por eso, comprendo que no era gran cosa lo que había hecho pero, sentí un poco de paz al verlo feliz, también por esa oportunidad de redimirme ayudándole por lo menos con algo. 

Más adelante nuevamente extraje mis monedas para corroborar las denominaciones y justamente contaba con 5 monedas de $1.00 los cuales pude haber usado para esa compra, pero me dio mucho gusto poder colaborar con $15.00 con aquel muchacho.
Sentí una tremenda admiración de ese personaje que a pesar de su discapacidad, se atrevía a salir y luchar para subsistir cuando existen individuos que aún y contando con todas sus facultades, prefieren arrebatar las pertenencias de las personas que con mucho esfuerzo se ganan la vida día a día a base de trabajo y entereza.

Comprendí también que no hay límites cuando de vivir se trata.
Que existe una diferencia entre la capacidad de una persona normal y una persona con alguna discapacidad y es que, quienes padecen de alguna limitación física, desarrollan algún otro sentido para poder sobrevivir mientras que una  persona normal (por llamarlo de alguna forma), al no sufrir ni padecer de algo que le impida desplazarse o realizar su vida normal, no es capaz de esforzarse más allá de sus capacidades.
Me sentí más tranquilo con esa acción.
Si vuelvo a ver a ese muchacho, tengan por seguro que le compraré algunos de sus dulces para endulzar mi día y ayudarle con lo que me sea posible hacer de su momento, un día  más ameno.

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Pequeña Grande Osa


En esta ocasión les voy a contar sobre una perrita que tuve cuando era un niño de 8 años.


En ese entonces vivíamos en el D.F. Mis padres son originarios de Oaxaca. Mi madre en ocasiones nos llevaba a visitar a mis abuelos (QEPD): desde niño, siempre fui protector y curioso; en uno de esos viajes, como todo niño curioso por conocer el entorno, acompañé a mi abuela a visitar a un familiar. 
Esa vez, la perrita de la señora a quien fuimos a visitar había tenido cachorros. 
Mientras ellas conversaban, vi una bolita de pelos caminando en el patio de tierra, y comencé a jugar con el diminuto can quien respondió al jugueteo. En eso me dice la señora:

Llévatela, te la regalo, mi perra tuvo siete cachorros y pues.. qué hago con tantos!-


Mi abue me miró y dijo:
-¿Te la llevas?  No lo pensé dos veces


Me llevé a la cachorrita. durante el trayecto la llevaba en brazos porque era una bebé y teníamos que caminar una distancia de 40 o 50 minutos aproximadamente.


En el transcurso de la caminata de regreso a casa, iba pensando cómo llamarla; la llamé “OSA” pues fue lo primero que se me vino a la mente. Durante esa semana conviví con mi perrita: pero esto sólo era una visita a mis abuelos por lo tanto, al término de la semana, debíamos volver al DF. Mi perrita quedó al cuidado de mi abuela en Oaxaca.


Ya en casa en el DF, pasó un tiempo: alrededor de 2 o 3 años, mis abuelos enfermaron y mi madre decidió que nuevamente viajáramos a Oaxaca para ayudar a mis abuelos en su estado de salud, y así sucedió. Viajamos otra vez: dejamos cosas y demás en la ciudad; y nos marchamos, mi madre, mis hermanos y yo.


Nunca pensé en ello. Llegamos por la noche a casa de mis abuelos en ese pueblo enclavado en la sierra de Oaxaca alejado de todo, sin luz, ni medios de comunicación, arribamos ya caída la noche.


Al llegar, todos los perros empezaron a ladrar pues para ellos éramos unos extraños.
Era más que evidente pues tras un largo tiempo no habíamos vuelto a ese lugar.


Esa noche al ponerse en guardia los perros pues protegían el hogar de sus amos; todos ladraban rodeándonos mientras mis abuelos gritaban desde el interior de su choza calmandolos.  


-¡Tranquilos. Cálmense?- decían


Los perros ni se inmutaron ante aquel llamado, entonces, intuitivamente grité.. 
-¡OSA!

De pronto algunos perros callaron y poco a poco se hizo un silencio. Mi perra ya grande me reconoció y de alguna forma calmó a los demás perros pues algunos eran sus cachorros.

Fue increíble la forma en que me recibió, pareciera que no me había ido mucho tiempo. En la penumbra de la noche sólo podía escuchar sus patitas correr de un lado a otro pues en esa provincia no se contaba con luz eléctrica. 

Entramos y después de todo el protocolo de saludar y ver a mis abuelos, descansamos esa noche.

Al día siguiente fui el primero en levantarme y salí en busca de mi perra; fiel, permanecía sentada muy cerca de la entrada y al verme nuevamente se puso feliz. Corrimos en ese pequeño terreno y junto a nosotros sus cachorros también celebraban.

Después de unos días mamá había tomado la decisión de quedarnos a vivir con mis abuelos, y así fue. Ya no volvimos al DF y ahí crecimos: junto a mis abuelos: junto a mi perra.

Con el tiempo OSA tuvo varios perritos más, a ninguno regalé, siempre se quedaron en casa. 

Pasarón los años y OSA finalmente fue alcanzada por el tiempo: envejeció pero seguía fiel cuidando el hogar y a mí.

Una tarde, OSA desapareció, no volvió para la cena.

La busqué sin cesar, pero no logré encontrarla por ningún lado. 

Mi abuelo al ver mi angustia dijo:


-¡Hijo. No busques más!- 

Le miré sorprendido.

Continuó diciendo:


 -¡Ellos por naturaleza, presienten el momento final y se alejan para morir!-.


-¡Cálmate hijo: OSA se fue!-


En ese momento enfrenté una de las peores pérdidas; la pérdida de un ser extraordinario; de un ser tan amoroso que no te pide nada a cambio, de un ángel que no necesita hablar para hacerte saber que eres especial para él, la pérdida de mi pequeña pero grande perra: “OSA

Comprendí que es imposible olvidar a alguien que te da todo su cariño y está a tu lado incondicionalmente hasta que la vida se lo permite. Alguien que es capaz de amarte como si fueras su dios.
(FIN) 

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Mil gracias.

La recomendación de la semana (pulsa el titulo para leer)

Por qué no Respetan los lugares reservados

Hola amig@s Como siempre y (creo que lo he repetido infinidad de veces) pero me da mucho gusto saludarles y enviarles un muy fuerte abra...