Castillo de Naipes

 

Hola amigas y amigos. Encantado de volver a saludarles en donde quiera que se encuentren leyendo este humilde blog.


Les mando muchos abrazos.

No sé si alguno de ustedes ha tenido en su vida, un episodio como el que leerán a continuación.

Pero en éstos últimos días, han acudido a mí algunos recuerdos, unos divertidos y otros no tan gratos. Creo, que es de todos sabido, que los recuerdos son ineludibles.

Intentas mantener una mentalidad óptima pero esas imágenes de tu pasado, jamás se van, y vuelven en el momento preciso.

Si te encuentras feliz, vienen a ti los momentos felices de los cuales te congratulas. Incluso llegan los recuerdos nefastos que en ocasiones, son superados por los momentos gloriosos. Pero no siempre es así.

Desafortunadamente, en algún momento de la vida, uno llega a un puerto lúgubre, de esos que son inherentes a ti.

Bien.

Como les comentaba, en determinado momento tu pasado viene a estropear tu calma.

Para quienes me siguen y han leído mis blogs, seguramente leyeron uno que lleva por título y cuya liga les dejo aquí. 

Pulsa el título para leerlo.


El amor de tu vida no existe.


El tema es, que en estos días, vino a mí, uno de los episodios que no me encanta recordar.

Sucedió hace ya muchos años.

Por coincidencias de la vida y la gracia del destino, conocí a una hermosa chica. Tal vez mi suerte pretendía hacerme un obsequio pues después de ese día, coincidíamos continuamente en la calle, en el autobús… en fin, nuestros encuentros casuales eran muy frecuentes.  

Nuestro trayecto era más ameno con nuestras conversaciones.

Me contaba sobre la escuela, hablaba con mucho entusiasmo sobre su anhelo de llegar a la universidad.

Se esmeraba en su superación pues aspiraba convertirse en abogada, excelente profesión.

Yo prestaba atención a su discurso, me llenaba de emoción y orgullo ver la pasión con que hablaba de la vida y su progreso.

Los días en que la suerte me abandonaba y no la encontraba, se volvían tediosos pues me sentía vacío sin verla o escucharla.

Era extraño, pero me era necesario estar un momento a su lado.

Una tarde que al parecer los planetas se alinearon y jugaron a mi favor, por fin la encontré.

Fue tal la emoción de vernos qué -no corrí porque me vería muy cursi- pero al reconocernos, nos aproximamos uno al otro a pasos acelerados fundiéndonos en un frenético abrazo, pareciera que nos conociéramos de mucho tiempo.

Esa tarde nos la pasamos conversando y riendo de tonterías sentados sobre lo que alguna vez fue un auto.

La noche estaba ya por cubrir la ciudad y entonces, con un toque de nervios, le propuse acompañarla a su hogar. Por supuesto que esperaba una negativa pero mi sorpresa fue muy grande al escucharla decir: -¿en serio?- qué lindo, si, acompáñame; exclamó con emoción. Nos encaminamos por la acera. Estaba encantado con ese detalle. Oculté esa emoción pues me sentía sumamente feliz de caminar a lado de esa hermosa chica de ojos cafés, tez apiñonada y cabello castaño con un corte que le llegaba a los hombros  cuidadosamente arreglado, sostenido con una discreta diadema.  

Después de ese día, se hicieron frecuentes  nuestras caminatas. Algo se estaba creando sin saberlo. Lo sentía pues en ocasiones, ella me tomaba del brazo mientras nos desplazábamos, o durante nuestro trayecto se aproximada para decirme algo más personal al oído mientras con una mano, delicadamente tomaba mi mejilla. Yo también sentía algo muy dentro del corazón. Pero me aferraba a no creer en ello pues era un tanto inverosímil algo así.

Poco a poco nos fuimos creando ideas sublimes y adentrándonos en el laberinto de la vida, inconscientes de lo que se estaba construyendo frente a nosotros.

Los días transcurrían, entre mi trabajo y sus clases.

Había veces en que no coincidíamos por días hasta que la suerte nos ubicaba en el momento preciso para vernos.

Esos encuentros, eran sensacionales pues pareciera que en ese inter, nos sentíamos vacíos, por más extraño que esto sonara, pareciera que cada vez, había la imperiosa necesidad de estar juntos de nuevo.

Fue tal la armonía que se creó entre nosotros que después de un tiempo prudente, tomé la iniciativa de invitarla a salir.

Desde ese día, todo fluía de forma natural, en cada momento, íbamos descubriendo más sobre cada uno lo que nos llevó muy pronto a iniciar una relación amorosa. Nos hicimos novios, y se desató todo un cúmulo de sueños y emociones.

Éramos otros.

Razonábamos en todo. Desarmábamos el mundo y lo armábamos a nuestra manera. Éramos libres de crear, de soñar.

Comenzamos a  construir castillos y creábamos un sinfín de historias, todas ellas vinculadas a un solo propósito: una vida juntos.

Me perdía en el tiempo cuando ella, inspirada y con su dulce voz, hablaba de todo lo que quería realizar una vez culminado sus estudios. Me llenaba de orgullo oír sus aspiraciones, mismos que ella veía sin obstáculos pues era perseverante y tenía la firme convicción de no rendirse nunca.

Con toda esta imagen, e inspirado por su templanza, nacía en mí la sutil actitud de ofrecerle mi apoyo en la medida de lo posible con el fin de verla realizar sus sueños. Insisto, amaba contemplarla creando su propio sueño.

En ocasiones, estás tan sumergido en el amor y en tus sentimientos hacia alguien que eres capaz de todo por ver a la persona feliz, que te entregas sin miramientos.

Fluíamos estupendamente. Le ayudaba en lo necesario.

Todos los fines de semana,  salíamos a divertirnos sin ninguna preocupación: éramos libres y llenos de dicha.

Siempre teníamos tiempo y estábamos disponibles el uno para el otro. No había nada que perturbara esa armonía pues aún y con mi carga de trabajo siempre estaba disponible para ella.

Todo era un ir y venir de palabras dulces y caricias llenas de amor.

Le encantaba escuchar mis historias y había ocasiones  en que me pedía narrarle de nuevo alguna favorita. Era una mujer llena de detalles que de pronto me abrumaban por lo tiernos que estos eran.

Comprendimos que estábamos perdidamente enamorados.

 Los días pasaron sin nada que pudiera perturbar nuestra armonía.

Había mucha sensatez en nuestra relación qué día con día se fortalecía  por la madurés que poco a poco le imprimíamos.

Vino entonces todo el ajetreo que representa el ingreso a la universidad. Preparación, lectura y todo lo que implica llegar a ese nivel.

Ella se esforzaba tanto, que incluso, de pronto, su carácter se tornaba hostil. Pero me mantuve prolijo, pues me importaba mucho su estabilidad emocional y su desarrollo.

Eso de algún modo puso mis sentidos en alerta.

 

Surgió en mí un temor que podría ser insignificante, pero resultó algo severo que me hizo plantarme firmemente en la tierra.

Había cierto ápice de miedo que buscaba neutralizar con un enfoque positivo.

Mis demonios empezaron a brotar y a confabular en mi contra, llenándome de temor y angustia. 

Mis miedos radicaban en el futuro próximo de ella. Mis temores eran genuinos, no había forma alguna de evitar una leve sospecha más que asumiendo la realidad por más dura que ésta fuera.

Pensaba en el cambio de ambiente, y lo que esto traería consigo.

Nuevos aires, nuevas amistades, un entorno que ampliará aún más sus expectativas; sin duda, todo eso era bueno, por supuesto que si, pero mi temor radicaba en mi interior.  

Dentro de todo, debía aceptar que algo así pasaría. Pero hice todo lo posible para eludir todo eso pues aún permanecía en ese presente que era mejor vivir en lugar de angustiarse por un futuro que aún era incierto.

Enfrenté todo aquel tema con suma calma y me dediqué a trabajar mi presente. 

Teníamos grandes y gloriosos momentos.

Uno de ellos sucedió una tarde.

Había dedicado el día sólo a ella. Fuimos a distintos lugares dentro de la ciudad, hicimos un gran recorrido durante el mismo. Dentro de todas las conversaciones que ese día tuvimos, tocamos uno muy importante.

No estaba planeado pues cuidaba mucho el tema pero surgió sin forzar nada y fue el: hacer el amor.

Ese día lo analizamos una y otra vez y cada una de esas veces, concluimos en algo afirmativo, en que sería genial si sucediera alguna vez; pero ambos sentíamos lo mismo, deseo y temor.

El temor por lo que pudiera suceder.

Los riesgos que eso implicaba.

Que nuestra relación pudiera sufrir algún trastorno.

Tras darle un largo análisis, el día de su cumpleaños sucedió.

Ambos temblábamos de deseo pero el temor también se inmiscuyó en ese momento, yo intentando darle tranquilidad o seguridad, decía: —todo va estar bien Amor, yo te cuido—.

Decía mientras la abrazaba con fuerza junto a la cama de aquel hotel.

Al decir esto, me responsabilizaba de todo. De ella, de lo que pudiera surgir debido a la falta de protección, pues no quería exponerla a consumir algún tipo de anticonceptivo que pudiera afectar su cuerpo en un futuro.

No sé, quizás era mi idea cursi.

Tras realizar eso que parecieran votos matrimoniales, y luego de prometernos permanecer juntos por siempre, nos entregamos al amor, a la pasión que acumulamos unos meses atrás.

Mientras la besaba, pensaba en la responsabilidad que implicaba ser el primero en su vida sexual.

Ya no sabía si temblaba de placer o de miedo, pero me dejaba llevar por sus inocentes gemidos. Me entregué a su pasión, a nuestro deseo febril.

Era toda una experiencia escucharla pronunciar mi nombre mientras hacíamos el amor.

Se mostraba feliz, encantada de lo que sucedía, de nuestro glorioso momento. Incluso esbozaba frases como: —te amo— pero la que constantemente repetía era: —nunca me dejes por favor—. A lo que yo respondía con suma nobleza: ¡no amor, jamás me separaré de ti!

Esa tarde hicimos el amor una y otra vez hasta casi entrada la noche.

Al salir del hotel, sentíamos como si todas las miradas estuvieran sobre nosotros. Pero no sentimos temor de nada, importaba más lo que en ese momento ya se incluía en las eternas nubes del recuerdo.

En los días subsecuentes, lo nuestro parecía tomar fuerza.

Éramos más unidos y para ella no había nadie más que yo. Y para mí, no había nadie más que ella.

Éramos capaces de todo.

Poco a poco se aproximaba el ingreso a la universidad.

Todo tomaba un tinte de estrés y angustia.

Trataba de mediar o de aminorar en medida de lo posible todo ese estado caótico.

Aunque después de unas semanas, finalmente, logró su ingreso a uno de los planteles, lo que la hizo muy feliz. Yo también me llené de emoción al verla desbordante de entusiasmo.

Me desvivía en halagos para ella. Por su puesto que las flores no faltaron como parte de la celebración.

Esos días, las conversaciones se tornaron más en los días que vendrían.

Cómo me voy a vestir.

Los trabajos a realizar.

El salón.

Qué voy a comer.

Me arreglaré de otra forma el cabello.

A quienes conoceré.

Iré a fiestas?

Yo sólo asentía, trataba de mostrar mi empatía hacia todo eso.

Días después, finalmente llegó el momento esperado.

Recorrido que fue un caos.

Se le complicaron algunas cosas y yo, con la carga de trabajo, me fue difícil acompañarla por más que hubiese querido.

Las hojas del calendario empezaron a caer uno a uno hasta que acumularon meses trayendo consigo los resultados de ese cambio, tal como lo había pronosticado.

Poco a poco se fueron disminuyendo nuestros encuentros. Estos se redujeron a llamadas telefónicas en donde nos desahogábamos comentando lo mucho que nos extrañábamos y dábamos los pormenores del día.

De pronto, algo comenzó a cambiar.

Los ánimos se tornaban ásperos en algunos momentos.

Por la razón que fuera, se desataba la ira. Yo hacía lo posible por crear más tiempo para ambos, y en algunos intentos, sólo recibía una negativa pero me mantenía firme a nuestra promesa de no claudicar cuando los tiempos no fueran buenos.

Vi las constantes modificaciones, y de pronto noté que yo me estaba sometiendo; la amaba tanto, que muy posiblemente y sin querer, lo hacía.

La distancia cada vez se ampliaba.

Las llamadas no tenían retorno y me sentía desesperado.

Las pocas veces en que lográbamos estar juntos, era de someterme a escuchar atento todas sus aventuras y vivencias nuevas.

Me contaba de sus nuevas amistades, de la forma que se iba relacionando en su nuevo entorno.

Comprendí para donde se encaminaba todo esto, pero mi obstinación era más grande y me mantenía aún y con todos esos contrastes que mostraban el porvenir.

Hubo veces en que tragarse el coraje era una mejor opción para no (según yo) afectar nuestra relación.

Continuaba entregando lo mejor, aún y con las desavenencias.

El amor es sacrificio y entrega, escuché a alguien decir alguna vez, y sobre eso basaba mi ya casi fanatismo en aquello que estaba viviendo; pues cuando yo asumía mi papel, la distancia era más evidente, algo que yo minimizaba diciendo: es el ajetreo de la universidad.

De pronto ya no la encontré, con dificultades lograba una comunicación vía telefónica.

Vernos se había vuelto imposible.

Yo extrañaba esos encuentros casuales que se volvieron frecuentes. El contacto que teníamos, pues ambos siempre hacíamos hasta lo imposible por estar juntos.

Pero todo eso se fue difuminando.

Ya no hacia el intento de buscarla pero sentía eso llamado dolor por el cambio tan abrupto.

La promesa se había roto.

Días después, confirmé lo que meses atrás había augurado.

Yo ya no existía en lo que ella llamó a sus (mejores) pensamientos, amor y deseo.

Alguien más ya estaba en su vida, pasé a formar parte del pasado.

Entonces para mí llegó el momento de asumir mi responsabilidad.

De alguna forma, predije que esto sucedería; desarrollarse en otro ambiente era más que evidente que le atraerían nuevas cosas que tal vez ella no se querría perder, nuevas amistades, nuevas personas. Era lógico que cambiaría. Pero aún y con todo eso en mente, sentía el dolor de su ausencia.

Fue duro saber que ella ya tenía a alguien más en su vida.

Entonces mi obstinación y locura se combinaron y comenzaron a despedazarme.

Luché por encontrarla de nuevo, de traerla junto a mí, pero ya estaba en otra dimensión.

Después de varios y agobiantes intentos, me pregunté: por qué luchaba si nuestros castillos de naipes se habían desplomado.

Estaba cayendo en picada a un obscuro y desolado mundo.

Me deprimí de sobre manera.

Una y otra vez me culpaba por no estar más cerca de ella. Siempre me pedía más tiempo para pasarla juntos por las tardes o cuando debía salir por alguna tarea, pero me era imposible debido a mi trabajo y la carga del mismo. 

La depresión me carcomía y la ansiedad me atacaba a cada momento. Mis días se tornaron lúgubres. Intentaba mantenerme de pie pero era muy doloroso.

Perdí el gusto por los alimentos.

Perdí el apetito, pero lo peor… perdí el gusto por la vida.

Fue entonces que mis demonios despertaron de su letargo y comenzaron a alimentar mi mente con ideas oscuras. Dentro de toda esa agonía, como si me viera en un espejo empañado, contemplaba imágenes dramáticas de mi, imágenes tenues pero con el claro objetivo. Me vi con las muñecas sangrantes, y como un bulto suspendido en el aire, sólo girando y meciéndose  lentamente. Eran imágenes drásticas y grotescas que me provocaban escalofríos. Ahí comprendí que incluso para ese acto, también se requiere de mucho valor, y por otra parte, yo no quería afectar a las personas a mi alrededor, motivo por el cual desistía llevar a cabo algo así.

Ansiaba  ponerle fin a todo eso y esa era mi ruta de escape.

Mi mente se encontraba inmerso en ese mundo agónico en busca de la forma indicada de acabar conmigo.

Estaba tan molesto que seguía flagelándome con los recuerdos, entonces, decidí  como castigo (según mi locura)  darle el trabajo a mi asesino.

Tiempo atrás, había leído en una revista, un artículo  sobre la salud en donde decía que fumar un cigarro te restaba seis horas de vida. Con esto en mente, le abrí la puerta a mi verdugo. 

Me volví un fumador compulsivo, fumaba mañana, tarde y noche, siempre había un espacio para ello. Restarle seis horas a mi vida con cada cigarrillo se volvió mi prioridad.

Me alejé de mis amistades.

No quería saber nada de nadie.

Después de meses de sobrevivir esta situación,  mi aspecto físico asemejaba a la de un muerto viviente. Mi rostro reflejaba esas noches de no dormir, con unas terribles ojeras y los ojos rojos. La piel con una pigmentación amarillenta y deshidratada, quizás por el exceso de cigarrillos.

Hubo ocasiones en que algunas de mis amistades al coincidir en algún lugar, se atrevían a  preguntar sobre mi aspecto de muerto viviente a lo que yo sólo atendía diciendo: -el trabajo, ya sabes- y buscaba la forma de alejarme lo más pronto posible.

Laboralmente también me afectaba. Darle  seguimiento a los nuevos proyectos en activo o captar nuevos prospectos ya no eran relevantes.

Estaba cayendo en picada. Ya nada tenía sentido para mí. 

Constantemente venían a mi mente las imágenes de quien me había enamorado profundamente. De esos momentos dulces que parecían interminables, y me volvía a sentir profundamente miserable.

Vivía con ese zumbido en la cabeza y con algo así como un tic nervioso que me llevaba a voltear en todas direcciones como si alguien me persiguiera.

Al parecer, estaba llegando a la demencia.

En mi vida hay algo que amo y que sé que jamás me va a traicionar y es: la lectura.

Difícilmente podía retomar mis libros pero luchaba por levantarme.

En una tienda, curioseando en el área de libros, encontré una frase que dice:

¡Si sufres es por ti, si te sientes feliz es por ti, si te sientes dichoso es por ti. Nadie más es responsable de cómo te sientes, sólo tú y nadie más que tú. Tú eres el infierno y el cielo también! (Osho)


Uno de mis ídolos también acudió a mí con una de sus máximas:

¡Siempre habrá gente que te lastime, así que lo que tienes que hacer es seguir confiando, y sólo ser más cuidadoso en quién confías dos veces! (Gabriel García Márquez).

Una mañana, una que para mí, me invitaba a otro día de miseria, me formulé un par de preguntas:

¿Vale la pena esto que estoy viviendo?

¿Vale la pena poner en riesgo mi vida por alguien así?

Comencé a dirimir sobre mi patética situación.

Era lamentable y estúpido exponer mi físico y mi vida por alguien que evidentemente no lo merecía.

Asumí mi responsabilidad pues estoy convencido que para poder avanzar, debes quitarte un peso de encima, así que dejé de culpar a la persona y asumí mi terrible error.

Mis días cambiaron.

Yo cambié.

Y lo hice por una simple razón: salvar mi alma pues mi asesino poco pudo hacer con la encomienda.

Retomé mi vida, y ofrecí perdón por hacerme daño de esa forma tan ilógica.

Asumí mi error.

Asumí mi dolor.

Ahora estoy vivo.

(Fin)


Gracias por leer este blog. Por favor compártelo y déjame un comentario.

Como siempre, recibe un fuerte abrazo.

Sígueme en:

Aquí las opciones para compartir este blog  🔻 

La recomendación de la semana (pulsa el titulo para leer)

Por qué no Respetan los lugares reservados

Hola amig@s Como siempre y (creo que lo he repetido infinidad de veces) pero me da mucho gusto saludarles y enviarles un muy fuerte abra...